junio 26, 2003

I. Instrucción inifalible para mover la ceja de una Reina.

Se requiere un hotel (mínimo 4 estrellas) ubicado a no más de 1 kilómetro del aeropuerto, tres monedas de 10 pesos y la visita próxima del Papa.

Los elementos arriba descritos son irreplazables, pero no bastan. Para alzar, así sean cuatro milímetros, la deslumbrante ceja de la Reina, pedimos a Ud. su valiosa cooperación. Lo único que debe hacer para que ruede esta infalible máquina, es reunir a dos de sus más allegados amigos en el desayunador del hotel, para conversar después de todos estos años. El ejercicio se ha probado en una cantina, en una barra, en un interrogatorio clandestino, en un club hípico, pero nada supera al desayunador de hotel cercano al aeropuerto.

Se verán desconcertados por el punto higiénico y, digamos, femenino, donde los ha sitado. Esto ayuda bastante. El hecho de que ser tres los reunidos pesa más de lo que Ud. se imagina. Es el equilibrio justo entre intimidad y complicidad, según lo afirman reconocidos terapeutas. Se ha comprobado que una reunión de dos termina mucho antes de lo esperado y en ella se comparte muy poco. Una plática entre dos —le llaman pareja esporádica— limita al interlocutor y lo expone a un ping-pong idiomático que sobrelleva echando mano de la improvisación, la astucia y el exhibicionismo. Esto sin menoscabo de las teorías de la convivencia en pareja del Dr Lucifer Gorganzola (Cfr. su obra El carrusel del Yo) y su tesis de la integración mimética.

Entonces, reunirse tres. Cuando se hayan retirado los platos sucios y tenga cada uno su taza de café (válido también: té y cerveza), solicite al mesero una vajilla de porcelana, fácil de obtener en cualquier hotel que se precie, añadiendo un halago que puede ser:

—Hombre, tener a ustedes aquí, no es para menos.

Deje que los meseros remodelen su entorno. Encárgese Ud. de transportar a sus amigos al pasado común, mueva los filamentos de la ausencia y de la nostalgia, nada del otro mundo. Sólo hay que hablar un poco de Manuela, la chaparrita de cabello suelto que esgrimía una sonrisa que tapizaba de diamantes el patio de la escuela y podía verse resplandecer desde cualquier mesabanco del salón. O ennoblecer al fallecido Vicente, que emigró a Texas en los años ochenta y murió en un accidente automovilístico por imprudencia de un chofer de la U-Haul, cuando, al final de una ruda temporada de fracturas y lodazales, recibió el enorme trofeo de campeones que ahora, en sus memorias, se prolonga tres dorados pisos más y parece más alto y más dorado.

Es cosa de minutos. Uno de sus amigos renegará del presente.

—Ésos eran equipos. No como los de hoy.

Introduzca el reto. Ud. les apuesta que con los años han perdido espíritu, que no los cree capaces de mantener la palabra y el honor como lo hacían entonces, cuando eran jóvenes y se daban juramentos como compañeros de guerra. Ellos lo niegan, tal vez se encabronan. Les dice que trae en el bolsillo (casualmente) tres monedas de 10 pesos, al tiempo que las arroja sobre la mesa y permite que hagan su escándalo en la vajilla y la cristalería. El mesero acudirá enseguida para calmar la turba y se encargará de limpiar cada una de las monedas con un trapo húmedo, dejándolas relucientes, cosa más útil para el ejercicio.

Por una chispa neuronal que no debe cuestionar —si quiere saberlo: proviene de nuestra memoria ancestral de los primeros fundidores de hierro, en las cuevas de Etiopía— el efecto sonoro de las rodajas de metal sobre la porcelana recorrerá los vasos capilares de la corteza cerebral de sus amigos, tomando a contraflujo la sangre que venía en picada para auxiliar al estómago en sus labores, provocando en el ánimo de sus amigos la máxima determinación. Están listos para cualquier cosa.

—¡Lo dudas, pendejo, lo dudas!

Introduzca el reto: cumplir un juramento y ser honestos. Tomarán su moneda, subirán a la azotea del hotel y se colocará cada uno en una esquina, donde no puedan verse. Allí, ante el escrutinio de sí mismos, lanzarán volados. Quien obtenga tres águilas consecutivas será el ganador. Por ello deben jurarse máxima lealtad pues ninguno verá el volado de sus compañeros.

Aceptan. Vuelan sus monedas. Por reglas del azar, se calcula que cada quien tirará no menos de 194 monedas al aire. Su contorno dorado hará fluir jugos de valentía sobre la ciudad y reflejará chiripazos de luz... Justo cuando prepara su aterrizaje el avión de la Reina, quien inclinará su coronada cabeza a una de las ventanillas y supondrá que la plebe muestra su alegría con el rito de espejuelos reservado para el Papa, que llega hoy. Y alzará una ceja.

II. Otras máquinas infalibles.


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mr_phuy@mail.com



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